Vamos a charlar de cosas que muchísimos ya ni recuerdan, que otros ni siquiera creerán. Pero vamos a empezar con mojones conocidos, actuales. ¿Le parece bien?
Hoy tenemos varias empresas mortuorias, de pompas fúnebres se decía antes. Una se llama Cevey. Esa misma, hace cincuenta años se llamaba Montiglia; “Montiya” le decíamos.
El “entierro”, cualquier entierro, más los de categoría alta, eran un espectáculo por la pompa, la solemnidad. Los coches en que iba el cuerpo remataban en cúpulas trabajadas y altísimas. De color negro, como las cortinas con rebordes y letras doradas donde se leía el nombre del viajero.
Si el muerto era soltero el coche era blanco, por lo de la pureza, la virginidad, la inocencia. Y las letras, eran plateadas. Alguna vez deberemos dilucidar porqué inocencia y virginidad van juntos en la creencia popular.
La tracción a sangre era más común que la otra y los coches fúnebres llevaban caballos renegridos o blanquísimos, dos, cuatro o seis, según el poder económico en juego.
¿Y quien manejaba semejante coche? No podía ser quien no se metiera entero en su función y solemnidad. Ni quien desentonara en el conjunto apagado y brillante a la vez. Sin luz pero destacado.
El cochero se llamaba Juan Rodríguez. Un negro alto, delgado, elegante, consciente de su importancia.
Casi todos lo llamaban “el negro juan”, pero yo le decía Don juan. ¿Recuerda cómo se vestía para su trabajo? Pantalón y frac negros. Camisa muy blanca, moñito negro. Zapatos del mismo color y sombrero de altísima copa. Guantes blancos.
Cuando el entierro era de muy alto rango, además del cochero iba el acompañante, vestido como él, pero más joven y sin empuñar las riendas en ningún momento. En la mano derecha llevaba una larga fusta que apoyaba en el piso del pescante. Siempre era un hijo de Don juan, pero no siempre el mismo.
El coche de las flores llevaba un cochero igualmente ataviado pero no tan solemne. Ya para el año treinta Don juan tendría unos cuarenta y cinco años y su madre unos setenta. Todavía lavaba ropa ajena y comenzaba a notársele algunas canas, signo de vejez en los negros, que no encanecen a cualquier edad como los otros.
Doña Juana era conversadora y gustaba contar de su infancia y de su juventud. Se había criado en el Palacio San josé, según decía y había sido esclava, ésa era su palabra, de una hija del General Urquiza. Claro está, yo le dije muchas veces lo mismo que usted me dice ahora: ¡Pero si la esclavitud desapareció en 1813! Así fue. En los papeles. ¿Pero qué iban a hacer tantos negros analfabetos y sin tierras, sino quedarse donde habían nacido y trabajar para quienes trabajaron sus padres y abuelos?
Ellos sabían que eran libres, que podían irse cuando lo desearan o cuando consiguieran algo mejor, pero mientras tanto allí estaban. Los patrones, a su vez, sabían que ya no eran dueños de la vida de nadie, pero mientras los tenían se olvidaban y disponían de ellos solamente limitados por su conciencia y sentimientos. A veces los regalaban.
Doña Juana comentaba que una hermana de ella dormía a los pies de la cama de la “niña no se cuanto”, he olvidado el nombre. Su deber consistía en atenderla constantemente en lo que pidiera y ordenara. ¡Ah, un detalle! A los pies quería decir donde la cama termina, pero en el suelo. Sin colchón, sin cobijas, como un perro.
En cada habitación había un gran brasero para caldearla en invierno. En sus brasas se calentaban unas planchas de hierro para entibiar las sábanas. Ese trabajo le hacía la negrita antes que su dueña fuera a acostarse. Pero el mal carácter de la joven y su convencimiento de que a ella no debía tocarle ninguna molestia, ni el frío que atacaba a todos, hacía que encontrara mal cuanto hiciera la pobrecilla para darle comodidades.
Una noche muy fría, cuando la “niña” fue a acostarse no encontró las sábanas de su agrado, por lo que retó a la esclava y le mandó calentar bien las planchas, la chica avivó el fuego, las colocó, esperó un rato y planchó la cama.
Pero la otra tiritaba y, ya lo dije, su carácter no era dulce ni comprensivo. Ordenó calentar más las planchas, pero la negrita replicó que se quemarían las sábanas. Entonces la muchacha, envuelta en abrigados vestidos de dormir, avivó el fuego por su propia mano, colocó una plancha hasta que se puso roja y tomándola la aplicó en el pecho de la otra, que apenas tenia un delgado vestido, diciéndole: – ¡Así la quiero! Ahora no te olvidarás de calentar las planchas ni me responderás cuando ordeno algo.
¡Pobre mi hermanal, decía Doña Juana, tuvo toda la vida la marca y un pecho no se le crió.
– ¿Usted conoció, al General Urquiza? – Preguntaba yo.
– ¿Y cómo no lo iba a conocer si vivía en su casa?
– ¡Cuénteme! ¿Cómo era?
– Era enérgico, pero bueno. Si hacía azotar a alguien era con razón. Nunca porque sí.
– ¿A usted la azotaron alguna vez?
– No. Yo me portaba bien.
– ¿Y la quemaron?
– No mi niña. Ya dije que eso pasó solamente con mi hermana que servía a la “niña fulana”.
– Pero si ahora el jefe de policía hace azotar a quien se porta mal, todos diríamos que se abusa. ¿Cómo dice que el General era bueno?
– Eran otros tiempos, mi niña. Así debía ser para que hubiera un poco de orden. Si no se imponía por su severidad para con los infractores seguramente hubiéramos vuelto a las montoneras. Yo no las conocí, pero mi madre y mi abuela contaban cosas terribles.
– ¿Su madre y su abuela vivían en el Palacio, también?
– Mientras el General vivió sí. Después fuimos al barrio negro.
(Continuará)
Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Fuente: Mallea, Lorenza y Calivari, Coty, “Las Mallas del Viaje”, Ediciones “El Mirador”, 1982